El Infierno
Intuición de las penas futuras
1. En todas las
épocas el hombre ha creído, por intuición, que la vida futura sería feliz o
desdichada según el bien o el mal practicados en este mundo. No obstante, la
idea que él se formó de esa vida guarda relación con el desarrollo de su
sentido moral y con las nociones más o menos acertadas del bien y el mal. Las
penas y las recompensas son el reflejo de sus instintos predominantes. Así, por
ejemplo, para los pueblos guerreros la suprema felicidad consiste en los
honores que se rinden a la bravura; para los pueblos cazadores, consiste en la
abundancia de la caza; para los pueblos sensuales, en las delicias de la
voluptuosidad. Mientras el hombre esté dominado por la materia, sólo
comprenderá la espiritualidad de modo imperfecto. Por esa razón imagina, para
las penas y los goces futuros, un panorama más material que espiritual; cree
que en el otro mundo debe comer y beber más y mejor que en la Tierra. Más
tarde, en las creencias sobre el porvenir se encuentra una mezcla de
espiritualidad y materialidad; de modo que al lado de la beatitud contemplativa
el hombre coloca un Infierno con torturas físicas.
2. Puesto que sólo podía comprender aquello que veía, el
hombre primitivo modeló su porvenir según el presente. Para comprender otros
tipos, además de los que tenía a la vista, necesitaba un desarrollo intelectual
que sólo el tiempo habría de completar. El panorama de los castigos de la vida
futura que idealizó no era otra cosa que el reflejo de los males de la
humanidad, pero en una escala mucho mayor. En él reunió todas las torturas,
todos los suplicios y las aflicciones que encontró en la Tierra. Así, en los
climas abrasadores imaginó un Infierno de fuego; y en las regiones boreales, un
Infierno de hielo. Aún no estaba desarrollado el sentido que más tarde lo
llevaría a comprender el mundo espiritual; sólo podía concebir penas
materiales. De ahí resulta que, con pequeñas diferencias en la forma, los
Infiernos de todas las religiones se asemejan.
El Infierno cristiano a imitación del
Infierno pagano
3. El Infierno de los paganos, descripto y dramatizado por
los poetas, fue el modelo más grandioso en su género, y quedó perpetuado en el
Infierno de los cristianos, que también tuvo sus poetas y cantores. Al
compararlos, con excepción de los nombres y algunas variantes en los detalles,
encontramos en ellos numerosas analogías. En ambos el fuego material es la base
de los tormentos, pues simboliza los dolores más atroces. Pero, cosa extraña,
los cristianos superaron en muchos aspectos el Infierno de los paganos. Si bien
estos últimos tenían el tonel de las Danaides, la rueda de Ixión y la roca de
Sísifo, se trataba de tormentos individuales. El Infierno cristiano, por el
contrario, tiene para todos sin distinción calderas hervorosas, cuyas tapas los
ángeles levantan para observar las contorsiones de los condenados; mientras
Dios, sin la menor piedad, escucha sus gemidos eternamente. Los paganos nunca
imaginaron a los habitantes de los Campos Elíseos deleitando su vista con los
suplicios del Tártaro.
4. Tanto como los
paganos, los cristianos tienen su rey de los Infiernos, Satán, con la
diferencia de que Plutón se limitaba a gobernar el sombrío imperio que le tocó
en el reparto, sin ser malvado. Retenía en sus dominios a quienes habían hecho
el mal, porque esa era su misión, pero no inducía a los hombres al pecado para
darse el gusto de ver cómo sufrían. En cambio, Satán recluta víctimas por todas
partes y goza al atormentarlas junto con una legión de demonios armados con
horquillas para revolverlos en el fuego. Incluso se ha discutido seriamente
acerca de la naturaleza de ese fuego, que quema pero que nunca consume a sus
víctimas; y alguien se preguntó si no sería un fuego de betún. El Infierno
cristiano, por consiguiente, no es inferior en absoluto al Infierno pagano.
5. Las mismas consideraciones que entre los antiguos habían
hecho localizar el reino de la felicidad, hicieron circunscribir la zona de los
suplicios. Dado que los hombres colocaron al primero en las regiones
superiores, era natural que reservaran al segundo las regiones inferiores, es
decir, el centro de la Tierra, con el convencimiento de que ciertas cavidades
sombrías, de aspecto terrible, les servían de acceso. De modo que, durante
mucho tiempo, también los cristianos ubicaron allí la morada de los condenados.
Veamos otra analogía entre el Infierno pagano y el Infierno cristiano.
El Infierno de los paganos contenía, por un lado, los Campos
Elíseos; y por el otro, el Tártaro. El Olimpo, morada de los dioses y de los
hombres divinizados, se hallaba en las regiones superiores. Según la letra del
Evangelio, Jesús descendió a los Infiernos, es decir, a las regiones
inferiores, para sacar a las almas de los justos que aguardaban su llegada. En
ese caso, los Infiernos no eran exclusivamente un lugar de suplicios. Al igual
que para los paganos, también estaban en las regiones inferiores. Así como el
Olimpo, la morada de los ángeles y los santos se encontraba en regiones
elevadas. La colocaron más allá del cielo de las estrellas, que se consideraba
limitado.
6. Esta combinación entre las ideas paganas y las cristianas
no debe sorprendernos. Jesús no podía, de un momento para otro, destruir
creencias arraigadas. A los hombres les faltaban los conocimientos necesarios
para concebir el espacio infinito y la cantidad infinita de mundos. Para ellos,
la Tierra era el centro del universo; no conocían su forma ni su estructura
interna. Todo se limitaba a sus puntos de vista: sus nociones acerca del
porvenir no podían ir más allá de sus conocimientos. Jesús se encontraba, pues,
imposibilitado de iniciarlos en la verdadera condición de las cosas. Con todo,
por otro lado, tampoco quería sancionar con su autoridad los prejuicios de la
época, de manera que se abstuvo de corregirlos, dejando al tiempo la tarea de
rectificar las ideas. Se limitó a hablar de modo impreciso acerca de la vida
bienaventurada y de los castigos reservados a los culpables, pero en sus
enseñanzas nunca hizo referencia a los suplicios corporales que los cristianos
convirtieron en un artículo de fe. Así fue como las ideas del Infierno pagano
se perpetuaron hasta nuestros días. Hacía falta la difusión de las luces de los
tiempos modernos y el desarrollo generalizado de la inteligencia humana para
que se hiciera justicia. No obstante, dado que nada positivo sustituyó a
aquellas antiguas ideas, al prolongado período de una creencia ciega le
sucedió, a modo de transición, el período de la incredulidad, al cual habrá de
ponerle término la nueva revelación. Era preciso demoler antes de reconstruir,
ya que es más sencillo infundir ideas correctas en los que no creen en nada
–porque sienten que les falta algo–, que hacerlo con los que poseen una fe
sólida, aunque sea absurda. Una vez localizados el Cielo y el Infierno, las
sectas cristianas fueron inducidas a no admitir para las almas más que dos
situaciones extremas: la felicidad perfecta y el sufrimiento absoluto. El
Purgatorio es apenas una posición intermedia y pasajera, al salir de la cual
las almas van directamente a la mansión de los bienaventurados. No podría ser
de otro modo, si se toma en cuenta la creencia en el destino definitivo del
alma después de la muerte. Si sólo hay dos moradas: la de los elegidos y la de
los condenados, no es posible admitir muchos grados en cada una sin que se
admita también la posibilidad de superarlos y, por consiguiente, de progresar.
Ahora bien, si existe el progreso, no hay un destino definitivo; y si hay un
destino definitivo, no existe el progreso. Jesús resolvió la cuestión cuando
dijo: “Hay muchas moradas en la casa de mi Padre”.
Los Limbos
8. Es verdad que la Iglesia admite una posición especial en
ciertos casos particulares. Los niños que han muerto a corta edad, como no han
hecho mal alguno, no pueden ser condenados al fuego eterno. Pero, por otro
lado, como tampoco han hecho el bien, no les cabe el derecho a la felicidad
suprema. La Iglesia manifiesta, entonces, que las almas de esos niños
permanecen en los limbos, situación intermedia que nunca ha sido definida, en
la cual, si bien no sufren, tampoco gozan de la perfecta felicidad. No
obstante, dado que su destino ha sido determinado irremediablemente, quedan
privadas de la dicha por toda la eternidad. Esa privación equivale, pues, a un
suplicio eterno inmerecido, puesto que no dependió de esas almas que los hechos
sucedieran de ese modo. Lo mismo ocurre en el caso de los salvajes que, por no
haber recibido la gracia del bautismo ni las luces de la religión, pecan por
ignorancia, entregados a sus instintos naturales, sin que le quepa la culpa ni
el mérito de quienes obran con conocimiento de causa. La simple lógica rechaza
semejante doctrina en nombre de la justicia de Dios, que se halla contenida por
completo en estas palabras de Cristo: “A cada uno según sus obras”. Es preciso
entender que Jesús alude a obras buenas o malas, llevadas a cabo libremente,
voluntariamente, pues estas son las únicas que implican responsabilidad. Ese no
es el caso del niño, ni el del salvaje, ni el de quien no ha tenido la
oportunidad de ser ilustrado.
Descripción del Infierno pagano.
9. Apenas conocemos el Infierno pagano a través de las
narraciones de los poetas. Homero y Virgilio nos han dado la descripción más
completa. No obstante, debemos tomar en cuenta los requerimientos poéticos
impuestos a la forma. La descripción de Fenelón, en su libro Telémaco, aunque
extraída de la misma fuente en lo relativo a las creencias fundamentales, tiene
la simplicidad más precisa de la prosa. Si bien describe el aspecto lúgubre de
las regiones, se ocupa sobre todo de destacar el tipo de sufrimiento de los
culpables; y si bien se detiene ampliamente en el porvenir de los reyes
perversos, lo hace con vistas a la instrucción de su real discípulo. Por más
popular que sea esta obra, no todos conservan en la memoria esa descripción, o
no han meditado bastante sobre ella para establecer una comparación. Por eso
hemos considerado beneficioso transcribir las partes que más directamente se
relacionan con nuestro tema, es decir, las que aluden de modo especial a las
penas individuales.
10. “Al entrar, Telémaco escuchó los gemidos de una sombra
inconsolable. ‘¿Cuál es –le preguntó– tu desgracia? ¿Quién fuiste en la
Tierra?’ La sombra le respondió: ‘Fui Nabofarsán, rey de la magnífica
Babilonia. Con sólo escuchar mi nombre, todos los pueblos de Oriente temblaban.
Me hacía adorar por los babilonios en un templo de mármol, en el que yo estaba
representado por una estatua de oro, a cuyos pies se quemaban, noche y día, los
más preciados perfumes de Etiopía. Nunca nadie osó contradecirme sin que de
inmediato fuera castigado; y a diario se inventaban nuevos deleites para hacer
mi vida más deliciosa. Era joven y fuerte. ¡Oh! ¡Cuántos placeres me quedaban
aún por disfrutar en el trono! Pero una mujer, a la que amaba sin que fuera
correspondido, me hizo sentir que yo no era un dios. Me envenenó, y ahora ya no
soy nada. Ayer mis cenizas fueron depositadas con gran pompa en una urna de
oro. Hubo quienes lloraron, se mesaron los cabellos, y fingieron el deseo de
arrojarse a las llamas de mi hoguera, para morir conmigo. En vano se llora aún
ante la grandiosa tumba que guarda mis cenizas, pero nadie me echa de menos. Mi
recuerdo horroriza incluso a mi propia familia, mientras que aquí abajo sufro
horribles suplicios’.
“Telémaco, conmovido ante ese espectáculo, le dijo: ‘¿Fuiste
realmente feliz durante tu reinado? ¿Sentiste acaso esa dulce paz, sin la cual
el corazón permanece oprimido y angustiado en medio de los placeres?’ ‘No
–respondió el babilonio–, ni siquiera entiendo lo que me quieres decir. Los
sabios alaban esa paz como a un bien excepcional; pero en lo que a mí respecta,
nunca la he sentido. Renovados apetitos, temor y esperanza agitaban mi corazón
en forma ininterrumpida. Intentaba aturdirme en el paroxismo de mis pasiones, y
ponía cuidado en conservar esa embriaguez para que fuera permanente. El mínimo
intervalo de cordura, de calma, me resultaba muy desagradable. Esa es la paz
que disfruté.
Cualquier otra me parece una fábula, un sueño. Esos son los
bienes cuya pérdida deploro’.
“Mientras así se expresaba, el babilonio lloraba como un
hombre pusilánime que se dejó corromper por la prosperidad, y porque no tenía
el hábito de soportar una desgracia con resignación. Junto a él se encontraban
algunos esclavos cuya muerte había sido dispuesta para honrar sus funerales.
Mercurio los había entregado a Caronte junto con su rey, y les había concedido
plenos poderes sobre ese rey, a quien habían servido en la Tierra. Las sombras
de esos esclavos no temían a la sombra de Nabofarsán, sino que la mantenían
encadenada y la hacían objeto de las más crueles afrentas. Una de ellas le
decía: ‘¿Acaso no éramos hombres igual que tú? ¿Cómo pudiste ser tan insensato,
al punto de considerarte un dios y olvidarte de tu origen en común con todos
los hombres?’ Otra sombra, para insultarlo, le decía: ‘Tenías razón en no
querer que te tomaran por un hombre, porque en verdad eres un monstruo
inhumano’. Otra agregaba: ‘¿Dónde están ahora los que te adulaban? ¡Ya no
tienes nada para darles, desdichado! Ni siquiera puedes hacer el mal, como
antes. Te has convertido en esclavo de tus esclavos. La justicia de los dioses
tarda en llegar, pero nunca falla’.
“Ante esas duras palabras, Nabofarsán, abatido, se revolcaba
con el rostro contra el suelo y se arrancaba los cabellos en un acceso de rabia
y desesperación. Mientras tanto, Caronte instigaba a los esclavos diciéndoles:
‘Tiren de su cadena, oblíguenlo a que permanezca de pie, pues no tendrá
siquiera el consuelo de esconder su vergüenza. Es preciso que todas las sombras
del Estigia sean testigos para justificación de los dioses, que durante largo
tiempo han padecido por el reinado de ese impío en la Tierra.
“Telémaco observó luego, muy cerca de él, al negro Tártaro,
del que se desprendía una oscura y densa humareda, cuyo hedor pestilente podría
provocar la muerte en caso de que se esparciera en la morada de los vivos.
Aquel humo cubría un río de fuego, un torbellino de llamas cuyo ruido,
semejante al de los más caudalosos torrentes cuando desde altos peñascos se
precipitan hacia profundos abismos, contribuía a que ningún otro sonido se
pudiera escuchar en esos tenebrosos sitios.
“Secretamente animado por Minerva, Telémaco entró sin temor
en ese abismo. Vio en primer término una gran cantidad de hombres que habían
vivido en las más humildes condiciones, y que eran castigados por haber
procurado riquezas mediante fraudes, traiciones y actos de crueldad. Encontró
allí a muchos impíos hipócritas, que, simulando amar la religión, se habían
valido de ella como de un grato pretexto para la satisfacción de sus
ambiciones, burlándose de los crédulos. Tales hombres, que habían abusado
incluso de la virtud –el don más preciado de los dioses–, recibían castigos por
ser los más perversos entre todos los hombres. Los hijos que habían degollado a
sus padres, las esposas que se mancharon las manos con la sangre de sus
esposos, los traidores que vendieron a su patria violando todos los juramentos,
padecían penas menos crueles que las de aquellos hipócritas. Los tres jueces
infernales así lo habían dispuesto, por la siguiente razón: esos hipócritas no
se contentan con ser malos como los demás impíos, sino que pretenden pasar por
buenos y, a causa de su falsa virtud, contribuyen a que los hombres dejen de
confiar en la verdad. Los dioses, de quienes se burlaron, y a quienes
despreciaron delante de los hombres, se complacen en emplear todo su poderío
para vengarse de esos insultos.
“No lejos de estos, aparecieron otros hombres a quienes el
común de las personas consideran poco o nada culpables, pero que son
perseguidos sin piedad por la venganza de los dioses: se trata de los ingratos,
los mentirosos, los aduladores que han loado al vicio, los críticos
destructivos que han tratado de manchar la más pura virtud y, por último, los
que por juzgar temerariamente las cosas, sin conocerlas a fondo, causaron
perjuicio a la reputación de los inocentes.
“Telémaco, al ver que los tres jueces condenaban desde sus
sitiales a un hombre, se atrevió a preguntarle cuáles eran sus crímenes. El
condenado tomó la palabra de inmediato, y exclamó: ‘Jamás he hecho daño alguno.
Todo mi placer consistía en practicar el bien: siempre fui generoso, liberal,
justo y compasivo. ¿De qué pueden acusarme?’ Entonces Minos le respondió: ‘No
te hacemos ninguna acusación en cuanto a los hombres. Pero ¿no debías menos a
ellos que a los dioses? ¿Qué justicia es esa de la que te vanaglorias? No has
faltado a tus deberes para con los hombres, pero ellos no son nada. Por cierto,
has sido virtuoso, pero atribuiste esa virtud a ti mismo, y no a los dioses,
que te la habían concedido. Querías gozar del fruto de tu propia virtud y te
encerraste en ti mismo: te convertiste en tu propia divinidad. Pero los dioses,
que lo han creado todo y que todo lo crearon para sí mismos, no pueden
renunciar a sus derechos. Tú los has olvidado, de modo que ellos se olvidaron
de ti. Te dejarán librado a ti mismo, pues preferiste ser tuyo y no de ellos.
Si puedes, busca ahora el consuelo dentro de tu corazón. A partir de ahora
estarás definitivamente separado de los hombres, a quienes querías satisfacer.
Estás a solas contigo mismo, tú que eras tu propio ídolo. Toma en cuenta que no
existe la verdadera virtud sin el respeto y el amor a los dioses, a quienes se
les debe todo. Tu falsa virtud, que durante mucho tiempo deslumbró a los
hombres ingenuos, va a ser descubierta. Los hombres, que apenas juzgan al vicio
y la virtud según lo que les agrada o les incomoda, son ciegos en cuanto al
bien y el mal. Aquí, una luz divina deroga sus juicios superficiales: a menudo
condena lo que ellos admiran y justifica lo que ellos condenan.
“Ante estas palabras, como si hubiera sido fulminado por un
rayo, aquel filósofo difícilmente pudo soportarse a sí mismo. La complacencia
con que antes constataba su moderación, su valor y sus inclinaciones generosas,
se transformó en desesperación. La vista de su propio corazón, enemigo de los
dioses, se transformó en su suplicio. Se miraba, y no podía dejar de mirarse.
Percibió la vanidad de las opiniones de los hombres, a los que trataba de
lisonjear con sus acciones. Se produjo una revolución radical de todo lo que
había en su interior, como si le hubiesen revuelto las entrañas. Ya no era el
mismo, no encontraba apoyo en su corazón. Su conciencia, cuyo testimonio le
había sido tan grato, se puso en su contra y le reprochó con amargura su
desvarío y la ilusión de todas sus virtudes, que no tuvieron como principio y
fin el culto de la divinidad. Quedó perturbado, consternado, prisionero de la
vergüenza, del remordimiento y la desesperación. Las Furias no lo atormentan,
porque les basta con haberlo entregado a sí mismo, para que su propio corazón
vengue a los dioses despreciados. Ahora busca los lugares más sombríos para
esconderse de los otros muertos, pero no puede esconderse de sí mismo. Busca
las tinieblas y no las encuentra, porque una luz inoportuna lo sigue a todas
partes. Los rayos penetrantes toman venganza por la verdad, a la que despreció
seguir. Todo lo que amó se le vuelve odioso, porque es la fuente de sus males
interminables. Se dice a sí mismo: ‘¡Oh, insensato! ¡No conocí a los dioses, ni
a los hombres, ni a mí mismo! No, no los conocí, porque jamás amé al único y
verdadero bien. Mis pasos han perdido el juicio; mi sabiduría no era más que
locura; mi virtud sólo era orgullo impío y ciego. Yo mismo era, en definitiva,
mi propio ídolo’.
“Por último, Telémaco vio a los reyes que recibían su
condena por haber abusado del poder. Por un lado, una Furia vengadora les
presentaba un espejo donde se reflejaba la monstruosidad de sus vicios. Veían
en él, sin que pudieran desviar la mirada, su vanidad grosera y ávida de los
más ridículos loores; la crueldad para con los hombres a quienes debieron haber
hecho felices; la falta de sensibilidad hacia las virtudes; su temor a escuchar
la verdad; su predilección por los cobardes y los aduladores; el desdén, la
inercia y la indolencia, la desconfianza ilimitada; la fastuosidad y la
magnificencia excesivas acumuladas sobre la ruina de los pueblos; su ambición
de glorias vanas a costa de la sangre de sus súbditos; la crueldad, por último,
que cada día buscaba nuevas delicias en las lágrimas y la desesperación de
tantos desventurados. Los reyes se miraban constantemente en el espejo, y se
encontraban más monstruosos y horrendos que la propia Quimera, vencida por
Belerofonte; que la Hidra de Lerna, abatida por Hércules; y que el mismísimo
Cerbero, que vomitaba por sus tres fauces abiertas una sangre negra y venenosa,
capaz de contagiar a toda la raza de los mortales que viven en la Tierra.
“Al mismo tiempo, no lejos de allí, otra Furia les repetía
en forma de insulto las alabanzas que sus aduladores les habían prodigado en
vida, y les mostraba otro espejo, en el que se veían a sí mismos tales como la
lisonja los había caracterizado. De la antítesis de ambas escenas, tan
opuestas, surgía el suplicio de la vanidad. Era notorio observar que entre esos
reyes, los peores habían sido aquellos que recibieron los más importantes y
brillantes loores durante la vida, porque los malvados son más temidos que los
buenos, y exigen sin pudor las viles alabanzas de los poetas y oradores de su
época.
“Se los escucha gemir en esas profundas tinieblas, donde
sólo perciben los insultos y el escarnio que deben padecer. Todo alrededor suyo
los rechaza, los contradice, los confunde, en contraste con lo que les sucedía
en la Tierra, cuando se mofaban de los hombres, convencidos de que todo estaba
hecho para servirlos. En el Tártaro se los somete a los caprichos de algunos de
sus esclavos, que les hacen experimentar la más cruel servidumbre. Obedecen con
dolor, y no les queda ninguna esperanza de atenuar su cautiverio. Como un yunque
bajo los martillazos de los Cíclopes, cuando Vulcano los alienta en los hornos
incandescentes del monte Etna, así permanecen a merced de los golpes de esos
esclavos convertidos en despiadados verdugos.
“Allí, Telémaco vio rostros pálidos, repugnantes y consternados.
Una profunda tristeza consume a estos criminales, que sienten horror de sí
mismos y no pueden liberarse de él, porque ese horror es parte de su
naturaleza. No necesitan otro castigo para sus faltas más que sufrir sus
propias faltas. Las observan constantemente en toda su atrocidad, y se les
presentan como horribles espectros que los persiguen. En el intento por
librarse de ellos, buscan una muerte aún más poderosa que la que los separó del
cuerpo. En la desesperación en que se encuentran, invocan en su auxilio a una
muerte que sea capaz de extinguir su conciencia. Suplican a los abismos que se
los traguen, a fin de ocultarse de los rayos vengadores de la verdad que los
persigue, pero continúan sujetos a la venganza que se destila sobre ellos gota
a gota, y que nunca se detendrá. La verdad que temen ver constituye su
suplicio. La ven, y sólo tienen ojos para ver cómo se yergue contra ellos para
atravesarlos, despedazarlos, arrancarlos de sí mismos. La verdad es como el
rayo, que sin destruir nada exterior penetra hasta lo profundo de las entrañas.
“Entre estos seres que erizaban los cabellos de su cabeza,
Telémaco vio a varios reyes de Lidia, que eran castigados por haber preferido
las delicias de una vida inactiva en lugar del trabajo, que debiera ser el
consuelo de los pueblos, e inseparable de la realeza.
“Esos reyes se reprochaban mutuamente su ceguera. Uno le
decía a otro, que había sido su hijo: ‘¿No te he recomendado tantas veces,
durante la vida y antes de mi muerte, que reparases los males generados por mi
negligencia?’ ‘¡Ah, padre desdichado –le decía el hijo–, tú has sido mi
perdición! ¡Tu ejemplo me inspiró el fausto, el orgullo, la voluptuosidad y la
crueldad para con los hombres! Al verte reinar con tanta incuria, rodeado de
aduladores infames, me habitué a valorar la lisonja y los placeres. Creí que el
resto de los hombres eran, para los reyes, lo que los caballos y otros animales
de carga son para los hombres, es decir, animales a quienes se tiene en
consideración mientras prestan servicios y brindan comodidades. Yo lo creía,
porque tú me lo hiciste creer. Ahora sufro tantos males por haberte imitado.’ A
estas recriminaciones se sumaban las más severas blasfemias, como si estuvieran
poseídos de la rabia suficiente para despedazarse.
“Alrededor de esos reyes revoloteaban también, como las
lechuzas en la noche, las sospechas crueles, los temores infundados y la
desconfianza con que se vengan los pueblos de la severidad de sus reyes, así
como también la avidez insaciable de las riquezas, la falsa gloria que
invariablemente tiraniza, y la vil desidia, que acrecienta los padecimientos y
jamás proporciona sólidos placeres.
“Muchos de esos reyes eran severamente castigados, no por
los males que habían hecho, sino por haber omitido el bien que hubieran podido
hacer y que tenían el deber de hacer. Todos los crímenes de los pueblos,
derivados de la negligencia en la observancia de las leyes, eran imputados a
los reyes, que sólo deben reinar para que las leyes reinen por su ministerio. A
ellos se les imputaban también los desórdenes que proceden de la fastuosidad,
del lujo y de los demás excesos que impulsan a los hombres a la violencia y a
la tentación de burlar las leyes para adquirir bienes materiales. El rigor
recaía en especial sobre los reyes que, en lugar de comportarse como buenos
pastores, que velan por sus pueblos, sólo se empeñaron en diezmar el rebaño,
como lobos rapaces.
“Sin embargo, lo que más consternó a Telémaco fue ver en ese
abismo de tinieblas y calamidades una importante cantidad de reyes que, luego
de pasar por la Tierra como soberanos bondadosos, quedaron condenados a las
penas del Tártaro porque se dejaron llevar por los consejos de hombres astutos
y malignos. Su condena se debía a los males que permitieron que otros
practicasen en nombre de su autoridad. Además, la mayor parte de esos reyes no
habían sido ni buenos ni malos, tan grande era su debilidad. Nunca tuvieron
miedo de ignorar la verdad. Nunca experimentaron el placer de la virtud, de
modo que nunca lo pusieron al servicio del bien.”
Descripción del Infierno cristiano
11. La opinión de los teólogos acerca del Infierno se resume
en las siguientes citas.13 Esta descripción, tomada de los autores sagrados y
de la vida de los santos, puede considerarse como una expresión de la fe
ortodoxa en esta materia, dado que se reproduce a cada instante, con pequeñas
variantes, en los sermones del púlpito evangélico y en las instrucciones
pastorales.
12. “Los demonios son solamente Espíritus, y los condenados
que actualmente se hallan en el Infierno también pueden ser considerados Espíritus,
dado que sólo su alma desciende hasta ese lugar. Sus restos mortales,
entregados a la tierra, se transforman en hierbas, plantas, frutos, minerales,
líquidos, y sufren, sin saberlo, las continuas metamorfosis de la materia. No
obstante, los condenados, al igual que los santos, deberán resucitar el día del
juicio final, retomando, para no volver a dejarlos, los mismos cuerpos carnales
que los recubrían y con los cuales eran reconocidos cuando vivían en la Tierra.
Los elegidos resucitarán en cuerpos purificados y radiantes, y los condenados
en cuerpos manchados y deformados por el pecado. Esto habrá de diferenciarlos.
Así pues, en el Infierno ya no habrá exclusivamente Espíritus, sino hombres
como nosotros. El Infierno es, por consiguiente, un lugar físico, geográfico,
material, que estará habitado por criaturas terrestres dotadas de pies, manos,
boca, lengua, dientes, orejas, ojos semejantes a los nuestros, sangre en las
venas y nervios sensibles al dolor.
“¿Dónde está ubicado el Infierno? Algunos doctores lo han
colocado en las entrañas mismas de nuestro mundo; otros, no sabemos en qué
planeta. Sin embargo, la cuestión todavía no ha sido resuelta por ningún
concilio. De modo que, en cuanto a este punto, estamos limitados a meras
conjeturas. Lo único positivo es que ese Infierno, dondequiera que se
encuentre, es un mundo compuesto de elementos materiales, pero sin Sol, sin
Luna y sin estrellas; es más penoso e inhóspito que la Tierra, desprovisto de
los gérmenes y de las apariencias benéficas que se encuentran hasta en las
regiones más áridas de este mundo en el que nosotros, pecadores, habitamos.
“Los teólogos más prudentes, a semejanza de los egipcios,
los hindúes y los griegos, no se atreven a describir todos los horrores de esa
morada, y se limitan a presentarnos, como una muestra, lo poco que de ella
revela la Escritura: el lago de fuego y de azufre del Apocalipsis; los gusanos
de Isaías, esos gusanos que pululan eternamente sobre los cadáveres de Tofet,
los demonios que atormentan a los hombres a quienes llevaron a la perdición, y
los hombres que lloran y hacen rechinar los dientes, según la expresión de los
Evangelistas.
“San Agustín no está de acuerdo con que esos dolores físicos
sólo sean el reflejo de padecimientos morales. Vio un verdadero lago de azufre,
con gusanos y auténticas serpientes ensañadas con el cuerpo de los condenados,
y sumando sus mordeduras a las del fuego. A partir de un versículo de san
Marcos, afirma que ese fuego extraño, aunque material como el nuestro, actúa
sobre cuerpos materiales pero los conserva del mismo modo que la sal conserva
la carne de las víctimas. Los condenados experimentarán el dolor de ese fuego
que quema sin consumir. Penetrará en su piel, los impregnará y saturará todos
sus miembros, hasta la médula de los huesos, las pupilas de los ojos y las
fibras más ocultas y sensibles de su ser. El cráter de un volcán, si en él
pudiesen sumergirse, les parecería un lugar de alivio y reposo.
“Así se expresan, con absoluta certeza, los teólogos más
tímidos, discretos y moderados. Por otra parte, no niegan que existan en el
Infierno otros suplicios corporales, pero alegan que para afirmarlo carecen aún
del conocimiento suficiente, al menos de un conocimiento tan positivo como el
que se les dio en relación con el terrible dolor del fuego y el asqueroso
suplicio de los gusanos. No obstante, algunos teólogos más osados o más
ilustrados ofrecen descripciones del Infierno más detalladas, variadas y
completas. Pese a que no se sabe en qué lugar del espacio está ubicado ese Infierno,
hay santos que lo han visto. No han ido allí con la lira en la mano, como
Orfeo; o empuñando la espada, como Ulises, sino transportados en Espíritu.
Santa Teresa está entre ellos.
“De acuerdo con el relato de la santa, en el Infierno hay
ciudades. Ella vio, al menos, una especie de callejuela larga y angosta, como
las que existen en las ciudades antiguas. La recorrió horrorizada, pisando un
suelo fangoso y fétido, en el que abundaban reptiles monstruosos. Con todo, una
muralla que obstruía la callejuela impidió su avance, de modo que se refugió en
un nicho de la muralla, sin que supiera explicar cómo había llegado hasta allí.
Se trataba –manifestó– del lugar que le estaría reservado en caso de que en su
vida abusara de las gracias que Dios le concedía en su celda de Ávila.
“A pesar de la asombrosa facilidad con que penetró en el
nicho de piedra, en él no podía sentarse, acostarse ni permanecer de pie.
Tampoco podía salir. Esas paredes horrorosas se abalanzaban sobre ella, la
rodeaban y la aprisionaban como si estuviesen animadas. Le parecía que la
asfixiaban, que la estrangulaban, al mismo tiempo que la desollaban viva y la
descuartizaban. Sintió que se quemaba, y entonces experimentó toda clase de
angustias. No tenía esperanza alguna de que la socorrieran. Si bien alrededor
suyo todo era tinieblas, a través de ellas podía ver la hedionda callejuela
donde se encontraba y sus inmundos alrededores. Ese espectáculo le resultaba
tan intolerable como la estrechez de la prisión.
“Ese era, por cierto, un reducido sector del Infierno. Otros
viajeros espirituales fueron más favorecidos. En el Infierno vieron grandes
ciudades completamente arrasadas por el fuego: Babilonia y Nínive; incluso
Roma, con sus palacios y templos incendiados y sus habitantes encadenados.
También vieron comerciantes atados a sus mostradores; sacerdotes reunidos con
cortesanos en salas de festines, inmovilizados en sus sillas y llevándose a los
labios copas de fuego, en medio de gritos desesperados; sirvientes arrodillados
en cloacas hervorosas, con los brazos extendidos, y príncipes de cuyas manos se
escurría una lava devoradora de oro fundido. Otros vieron en el Infierno
planicies interminables cultivadas por campesinos famélicos que, al no obtener
cosecha alguna de esos campos humeantes, de esas simientes estériles, se
devoraban entre sí y se dispersaban inmediatamente después, tan numerosos como
antes, enflaquecidos, voraces, reunidos en grupos, para ir a buscar en vano, en
lugares apartados, tierras más fértiles. De inmediato eran sustituidos en esos
campos por otras colonias errantes de condenados. También los hay que han visto
en el Infierno montañas repletas de precipicios, bosques que emitían quejidos,
pozos secos, manantiales alimentados por lágrimas, ríos de sangre, torbellinos
de nieve en desiertos de hielo, barcos con seres desesperados que navegaban en
mares sin orillas. En suma, vieron todo lo que veían los paganos: un lúgubre
reflejo de la Tierra, con sus miserias desmesuradamente aumentadas, sus dolores
naturales perpetuados, e incluso calabozos, patíbulos e instrumentos de tortura
que nuestras propias manos forjaron.
“Allá abajo hay demonios que, para torturar mejor a los
hombres en sus cuerpos, también ellos se corporizan. Los hay con alas de
murciélagos, cuernos, corazas de escamas, patas provistas de garras, dientes
puntiagudos; se muestran armados con espadas, horquillas, pinzas, tenazas
ardientes, sierras, parrillas, fuelles, mazas, y ejerciendo por toda la
eternidad, en relación con la carne humana, el oficio de carniceros y
cocineros. Otros, convertidos en leones o enormes serpientes, arrastran a sus
presas hasta cavernas apartadas; algunos se transforman en cuervos, para
arrancar los ojos de determinados culpables, y otros adoptan el aspecto de
dragones voladores, listos para abalanzarse sobre las espaldas de sus víctimas
aterradas, a fin de arrebatarlas, sangrantes y profiriendo gritos, a través de
espacios tenebrosos, hasta que las arrojan en el lago de azufre. Por aquí,
nubes de langostas y escorpiones gigantescos, cuya visión provoca escalofríos;
su hedor es nauseabundo, y un mínimo contacto produce convulsiones. Más allá,
monstruos policéfalos abren sus fauces con voracidad, sacudiendo con las
cabezas deformes sus crines de áspides, para triturar a los condenados con sus
mandíbulas ensangrentadas y vomitarlos después, pero vivos, puesto que son
inmortales.
“Estos demonios con formas sensibles, que sugieren con tanta
evidencia a los dioses del Amenti y del Tártaro, así como a los ídolos adorados
por los fenicios, los moabitas y otros gentiles vecinos de la Judea, no actúan
al azar: cada uno tiene su función, su tarea. El mal que hacen en el Infierno
guarda relación con el mal que inspiraron y lograron que los hombres
practicaran en la Tierra.15 Los condenados son castigados en todos sus órganos
y sentidos, porque también han ofendido a Dios a través de todos sus órganos y
sentidos. Los delincuentes de la gula son castigados por los demonios de la
glotonería; los perezosos, por los de la pereza; los lujuriosos, por los del
desenfreno, y así sucesivamente, en una variedad tan amplia como la de los
pecados. Aunque se quemen sentirán frío, y aunque estén congelados sentirán
calor. Siempre ávidos de movimiento y de quietud; siempre sedientos y
hambrientos; mil veces más cansados que un esclavo al finalizar la jornada; más
enfermos que los moribundos y más exhaustos y cubiertos de llagas que los
mártires, ¡y eso para siempre!
“Ningún demonio desdeña, ni desdeñará jamás, el siniestro
desempeño de su tarea. En ese sentido, son muy disciplinados y fieles en cuanto
a la ejecución de las órdenes de venganza que han recibido. Si no fuera así,
¿qué sería del Infierno? Los condenados se verían aliviados si sus verdugos
discutieran o descansaran. Pero no hay descanso para unos, como tampoco
discusiones entre otros. Por perversos que sean, o por mayor que sea su
cantidad, los demonios se entienden de un extremo al otro del abismo. Nunca se
vio sobre la Tierra súbditos más dóciles a sus príncipes, ejércitos más
obedientes a sus jefes, comunidades monásticas más humildes y sumisas a sus
superiores.
“Poco y nada se conoce de la plebe de los demonios, esos
viles Espíritus que componen las legiones de vampiros, sapos, escorpiones,
cuervos, hidras, salamandras y otras bestias repugnantes que constituyen la
fauna de las regiones infernales. No obstante, se conocen los nombres de muchos
de los príncipes que comandan esas legiones, entre ellos: Belfegor, el demonio
de la lujuria; Abadón o Apolión, el demonio del homicidio; Belcebú, el demonio
de los deseos impuros, o señor de las moscas que engendran la corrupción;
Mamón, el demonio de la avaricia; Moloc, Belial, Baalgad, Astarot y tantos
otros, sin hacer mención de su jefe supremo, el sombrío arcángel que en el
Cielo se llamaba Lucifer, y que en el Infierno se denomina Satán.
“Esta es, en resumen, la idea que nos dan del Infierno,
considerado desde el punto de vista de su naturaleza física y también de las
penas físicas que allí se padecen. Consultad los escritos de los Padres de la
Iglesia y de los antiguos Doctores; sondead las leyendas piadosas; observad las
esculturas y las pinturas de nuestras iglesias; prestad atención a lo que se
dice desde el púlpito, y sabréis más aún.”
13. El autor acompaña ese panorama con las siguientes
reflexiones, cuyo alcance todos comprenderán:
“La resurrección de los cuerpos es un milagro. Con todo,
Dios hace un segundo milagro, al dar a esos cuerpos mortales, una vez que han
sido usados para las pruebas pasajeras de la vida y que han sido aniquilados,
la virtud de subsistir sin disolverse en un horno donde incluso se evaporarían
los metales. Que se diga que el alma es su propio verdugo, que Dios no la
persigue, sino que la abandona en el estado de desdicha que ella misma ha
escogido –pese a que tal abandono por toda la eternidad de un ser extraviado y
que sufre parezca incompatible con la bondad del Creador– eso se puede
concebir. Pero lo que se dice acerca del alma y de las penas espirituales, no
puede decirse de manera alguna acerca de los cuerpos y de las penas corporales,
porque para la perpetuación de esas penas no basta con que Dios se mantenga
impasible, sino que es preciso que intervenga y actúe, pues de lo contrario los
cuerpos sucumbirían.
“Los teólogos suponen, por consiguiente, que Dios produce,
en efecto, después de la resurrección, ese segundo milagro al que aludimos. En
primer lugar, Él saca nuestros cuerpos de barro de los sepulcros que antes los
devoraban. Los retira, tal como habían bajado ahí, con sus enfermedades
originales y el deterioro sucesivo provocado por la edad, los achaques y los
vicios. Nos los devuelve en ese estado, decrépitos, friolentos, gotosos, llenos
de necesidades, sensibles a la picadura de la abeja, cubiertos por las
cicatrices que la vida y la muerte les impusieron: ese es el primer milagro.
Después, a esos cuerpos endebles, listos para volver al polvo del que salieron,
Dios les otorga una propiedad que nunca habían poseído, completando así el
segundo milagro: les otorga la inmortalidad, ese mismo don que en su cólera
–decid mejor, en su misericordia–, le había quitado a Adán al salir del Edén.
Cuando era inmortal, Adán también era invulnerable, y cuando dejó de ser
invulnerable se convirtió en mortal. La muerte seguía de cerca al dolor.
“Así pues, la resurrección no nos coloca de nuevo en las
condiciones físicas del hombre inocente, ni en las del culpable. Se trata tan
sólo de una resurrección de nuestras miserias, pero con el agregado de miserias
nuevas, infinitamente más horrorosas. En cierto modo, se trata de una verdadera
creación: la más perversa que la imaginación osara concebir. Dios cambia de
parecer y, para agregar a los tormentos espirituales de los pecadores,
tormentos carnales que puedan durar para siempre, transforma súbitamente, por
obra de su omnipotencia, las leyes y las propiedades que Él mismo había
establecido, desde el comienzo de los tiempos, para los compuestos de la
materia. Resucita carnes enfermas y corrompidas, y al reunir con un nudo
indestructible esos elementos que tienden por sí mismos a separarse, conserva y
perpetúa en contra del orden natural esa podredumbre viva. Entonces la arroja
al fuego, no para purificarla, sino para conservarla tal como es: sensible,
sufridora, ardiente, horrible e inmortal.
“A raíz de este milagro, Dios se transforma en uno de los
verdugos del Infierno, pues si los condenados no pueden atribuir sus males
espirituales más que a sí mismos, en compensación sólo a Dios podrán imputarle
los demás. Por lo visto, era poco que después de la muerte los relegara a la
tristeza, al arrepentimiento y a todas las angustias de un alma que siente que
ha perdido el bien supremo. Según los teólogos, Dios irá a buscarlos en medio
de esa noche, en el fondo de aquel abismo, y los volverá por un momento a la
luz, no para consolarlos, sino para revestirlos con un cuerpo horrible,
llameante, imperecedero y más corrupto que la túnica de Dejanira. Sólo entonces
los abandonará para siempre.
“No obstante, ese abandono no será absoluto, puesto que el
Infierno, así como la Tierra y el Cielo, subsisten gracias a un acto permanente
de la voluntad divina, siempre activa. Todo desaparecería si Dios dejara de
sustentarlo. Por consiguiente, Él tendrá sin cesar a esos condenados al alcance
de su mano, para impedir que el fuego se extinga en sus cuerpos y los consuma,
y con el propósito de que esos desdichados inmortales contribuyan mediante sus
suplicios eternos a la edificación de los elegidos.”
14. Dijimos, y con razón, que el Infierno de los cristianos
había superado al de los paganos. De hecho, en el Tártaro vemos a los culpables
torturados por los remordimientos, ante la presencia constante de sus crímenes
y de sus víctimas, acosados por aquellos a quienes acosaron durante la vida
terrenal. Los vemos huir de la luz que los penetra, buscando en vano ocultarse de
las miradas que los persiguen. Allí el orgulloso es reprimido y humillado;
todos son portadores del estigma de su pasado; todos son castigados por sus
faltas, a tal punto que, en algunos casos, basta con dejarlos librados a sí
mismos, sin que sea necesario agregar otros castigos. No obstante, son sombras,
es decir, almas con cuerpos fluídicos, la imagen de su existencia terrenal. En
el Tártaro no se ve que los hombres recuperen el cuerpo carnal para sufrir
materialmente, ni que el fuego penetre en su piel y los sature hasta la médula
de los huesos. Tampoco se ve el refinamiento de las torturas que constituyen la
esencia del Infierno cristiano. Los jueces del Infierno pagano son inflexibles,
pero justos; pronuncian la sentencia en correspondencia con la falta. En
cambio, en el imperio de Satán todos son sometidos a las mismas torturas. Todo
se basa en la materialidad; y hasta la equidad es descartada.
No cabe duda de que hoy existen, en el seno mismo de la
Iglesia, muchos hombres sensatos que no admiten esas cosas al pie de la letra,
sino que ven en ellas simples alegorías cuyo sentido es necesario desentrañar.
Con todo, esas opiniones son individuales y no constituyen una ley, de modo que
la creencia en el Infierno material, con todas sus consecuencias, se mantiene
aún como un artículo de fe.
15. Nos preguntamos cómo es posible que algunos
hombres hayan podido ver esas cosas en estado de éxtasis, si de hecho no
existen. No corresponde explicar aquí el origen de las imágenes fantásticas,
que tantas veces se reproducen con todas las apariencias de la realidad. Sólo
diremos que una prueba de esas fantasías radica en el hecho de que el éxtasis
es la menos confiable de todas las revelaciones17, porque ese estado de
sobreexcitación no siempre implica un desprendimiento del alma tan completo
como podría suponerse, y porque muchas veces contiene el reflejo de las
preocupaciones de la víspera. Las ideas con que se nutre el Espíritu, de las
cuales el cerebro –o mejor, la envoltura periespiritual correspondiente al cerebro–
conserva la impresión, se reproducen ampliadas como en un espejo, con formas
vaporosas que se cruzan, se confunden y componen conjuntos extraños. Los
extáticos, sea cual fuere su culto, siempre han visto cosas relacionadas con la
fe que abrazaron. Por consiguiente, no debe sorprendernos que las personas que,
como santa Teresa, se encuentran saturadas de ideas infernales –como las que
están contenidas en las descripciones verbales o escritas, así como en las
pinturas–, hayan tenido visiones que sólo son, hablando con propiedad, la
reproducción de esas ideas, y que producen el efecto de una pesadilla. Por su
parte, un pagano lleno de fe habría visto el Tártaro y las Furias, o bien a
Júpiter en el Olimpo, empuñando un rayo.