CAPITULO III El Cielo
1. La palabra cielo se aplica, en general, al espacio indefinido que circunda la Tierra, y más particularmente a la parte que está sobre nuestro horizonte. Su etimología es del latín coelum, formado del griego coilos, hueco, cóncavo, ya que el cielo aparece a nuestra vista como una inmensa concavidad. Los antiguos creían que había varios cielos sobrepuestos, compuestos de materias sólidas y transparentes formando esferas concéntricas, cuyo centro era la Tierra. Esas esferas, girando alrededor de la Tierra, arrastraban consigo los astros que encontraban a su paso.
Esa idea, que procedía de la insuficiencia de los conocimientos astronómicos, fue la de todas las teogonías que clasificaron los cielos, así escalonados, en varios grados de beatitud, y el último era la mansión de la suprema felicidad. Según la opinión más general había siete, de ahí la expresión estar en el séptimo cielo para expresar la dicha perfecta. Los musulmanes admiten nueve, en cada uno de los cuales se aumenta la felicidad de los creyentes. El astrónomo Ptolomeo 2 contaba once, de los cuales el último era llamado Empíreo 2 por la luz brillante que allí hay. Este es todavía el nombre poético dado a la mansión de la gloria eterna. La teología cristiana reconoce tres cielos: el primero es el de la región del aire y de las nubes; el segundo es el espacio en el que se mueven los astros; el tercero, más allá de la región de los astros, es la mansión del Todopoderoso y de los elegidos, que contemplan a Dios cara a cara. Según esta creencia, se dice que san Pablo fue arrebatado al tercer cielo.
2. Del griego pur o pyr, fuego.
2. Las diferentes doctrinas, respecto a la mansión de los bienaventurados, descansan todas sobre el doble error de creer que la Tierra es el centro del Universo, y que la región de los astros está limitada. Más allá de ese límite imaginario es donde todos han colocado aquella mansión feliz y la residencia del Todopoderoso. ¡Singular anomalía que coloca al Autor de todas las cosas, al que las gobierna todas, en los confines de la Creación, y no en el centro desde donde la irradiación de su pensamiento podría extenderse a todo!
3. La ciencia, con la inexorable lógica de los hechos y de
la observación, llevó su antorcha hasta las profundidades del espacio y
manifestó la incoherencia de todas esas teorías. La Tierra no es ya el eje del
Universo, sino uno de los astros más pequeños que giran en la inmensidad. El
mismo Sol no es más que el centro de un sistema planetario. Las estrellas son
innumerables soles alrededor de los cuales giran innumerables mundos, separados
por distancias apenas accesibles al pensamiento, aun cuando nos parezca que
casi se tocan unos con otros. En este conjunto regido por las leyes eternas, en
las que se manifiestan la sabiduría y el poder del Creador, la Tierra sólo
aparece como un punto imperceptible, y uno de los menos favorecidos para la
habitabilidad. Desde luego, uno se pregunta: ¿Por qué habría hecho Dios que la
Tierra fuese el único asiento de la vida, y desterrado en ella a sus criaturas
predilectas? Al contrario, todo manifiesta que la vida está en todas partes, y
que la Humanidad es infinita como el Universo. Desde que la ciencia nos ha
revelado mundos semejantes a la Tierra, quedó demostrado que Dios no pudo
crearlos sin ningún fin. Debió poblarlos de seres dotados de inteligencia para
gobernarlos.
4. Las ideas del hombre están en proporción a lo que sabe,
y, como todos los descubrimientos importantes, el de la constitución de los
mundos debió dar a las ideas otra dirección: bajo el imperio de esos nuevos
conocimientos, las creencias debieron modificarse. El cielo ha sido cambiado de
sitio; la región de las estrellas, no teniendo límites, no puede ya servirle de
mansión. ¿Dónde está, pues? A esta pregunta todas las religiones enmudecen.
El Espiritismo la resuelve demostrando el verdadero destino
del hombre. Tomando por punto de partida la naturaleza de éste y los atributos
de Dios, se llega a la conclusión de que partiendo de lo conocido, se llega a
lo desconocido por una deducción lógica, sin mencionar las observaciones
directas que el Espiritismo permite hacer.
5. El hombre está compuesto de un cuerpo y de espíritu. El espíritu es el ser principal, el ser racional, el ser inteligente. El cuerpo es la envoltura material que viste temporalmente el espíritu para el cumplimiento de su misión en la Tierra y la ejecución del trabajo necesario para su adelanto. El cuerpo gastado se destruye, y el espíritu sobrevive a su destrucción. Sin el espíritu, el cuerpo no es más que materia inerte, como un instrumento privado del brazo que le hace obrar; pero sin el cuerpo, el espíritu lo es todo: vida e inteligencia. Dejando el cuerpo, vuelve al mundo espiritual del cual salió para encarnarse. Hay, pues, el mundo corporal, compuesto de espíritus encarnados, y el mundo espiritual, formado por los espíritus desencarnados.
Los seres del mundo corporal, por el mismo hecho de tener
una envoltura material, han de residir en la Tierra o en otro planeta
cualquiera. El mundo espiritual está en todas partes, alrededor nuestro y en el
espacio, puesto que no tiene límites. En razón a la naturaleza fluídica de su envoltura,
los seres que la componen, en lugar de arrastrarse penosamente por el suelo, traspasan
las distancias con la rapidez del pensamiento. La muerte del cuerpo es la
rotura de los lazos que los cautivaba.
6. Los espíritus son creados sencillos e ignorantes, pero con la oportunidad de adquirirlo todo y progresar, en virtud de su libre albedrío. A través del progreso adquieren nuevos conocimientos, nuevas facultades, nuevas percepciones, y como consecuencia, nuevos goces y comprenden lo que los espíritus atrasados no pueden ni oír, ni ver, ni sentir, ni comprender. La dicha está en proporción al progreso obtenido, de manera que, de dos espíritus, uno puede no ser tan feliz como el otro únicamente porque no está tan adelantado intelectual y moralmente, sin que deban estar cada uno en distinto sitio. Aunque ambos estén juntos, uno puede estar en tinieblas, mientras que todo puede ser resplandeciente para el otro; ocurre lo mismo entre un ciego y una persona que ve que se dan la mano: este último percibe la luz que no produce impresión alguna en el ciego. La dicha de los espíritus, siendo inherente a las cualidades que poseen, la toman en donde la encuentra, en la superficie de la Tierra, en medio de los encarnados o en el espacio.
Una comparación vulgar hará comprender aún mejor esta
situación. En un concierto se encuentran dos hombres. El primero es un buen
músico, con oído fino, el segundo sin conocimientos musicales y con poco oído.
El primero experimenta una sensación muy agradable mientras que el segundo se
queda insensible, porque el uno comprende y percibe lo que no produce impresión
alguna en el otro. Así sucede con todos los goces de los espíritus: están en
proporción de su aptitud para sentirlos. El mundo espiritual tiene en todas
partes esplendores, armonías y sensaciones que los espíritus inferiores,
todavía sometidos a la influencia de la materia, ni aún vislumbran, y sólo los
espíritus purificados lo perciben.
7. El progreso de los espíritus es fruto de su propio trabajo, pero como son libres, trabajan para su adelanto con más o menos actividad o negligencia, según su voluntad. Adelantan o detienen así su progreso, y por consiguiente, su dicha. Mientras que unos adelantan rápidamente, otros se estacionan durante muchos siglos en rangos inferiores. Son, pues, los autores de su propia situación, feliz o desgraciada, según estas palabras de Cristo: “¡A cada uno según sus obras!” Todo espíritu que queda rezagado, sólo debe culparse a sí mismo, así como al que adelanta le corresponde el mérito de ello. La dicha, que es obra suya, tiene a sus ojos un gran precio.
La bienaventuranza suprema sólo es peculiar de los espíritus
perfectos, es decir, de los espíritus puros. Sólo la alcanzan después de haber
progresado en inteligencia y moralidad.
El progreso intelectual y el progreso moral rara vez marchan
a la par, pero lo que el espíritu no hace en un tiempo, lo hace en otro, de
manera que los dos progresos concluyen al llegar a un mismo nivel. Esta es la
razón del por qué se ven frecuentemente hombres inteligentes e instruidos muy
poco adelantados moralmente y viceversa.
8. La encarnación es necesaria para alcanzar tanto el progreso moral como el intelectual del espíritu. El progreso intelectual, a través de la actividad que tiene que desplegar en su trabajo. El progreso moral, mediante la necesidad que los hombres tienen los unos de los otros. La vida social es la piedra de toque de las buenas y de las malas cualidades. La bondad, la maldad, la dulzura, la violencia, la benevolencia, la caridad, el egoísmo, la avaricia, el orgullo, la humildad, la sinceridad, la franqueza, la lealtad, la mala fe, la hipocresía, en una palabra, todo lo que constituye el hombre de bien o el perverso, tiene por móvil, por objeto y por estimulante, las relaciones del hombre con sus semejantes. Para el hombre que viviera solo, no habría ni vicios ni virtudes: si por el aislamiento se preserva del mal, anula del mismo modo el bien.
9. Una sola existencia corporal es prácticamente
insuficiente para que el espíritu pueda adquirir todo lo que le falta en bien y
se deshaga de todo lo que es malo en él. El salvaje, por ejemplo, ¿podría
quizá, en una sola encarnación, llegar al nivel moral e intelectual del hombre
civilizado más adelantado? Esto es materialmente imposible. ¿Debe, pues, quedar
eternamente en la ignorancia y la barbarie, y privado de los goces que sólo
puede procurar el desarrollo de las facultades? El simple buen sentido rechaza
tamaña suposición, que representaría, a la vez, la negación de la justicia y de
la bondad de Dios y la de la ley progresiva de la Naturaleza. Por eso Dios, que
es soberanamente justo y bueno, concede al espíritu todas las existencias
necesarias para llegar al fin, que es la perfección.
En cada nueva
existencia, el espíritu trae lo que ha adquirido en las precedentes, en
aptitudes, conocimientos intuitivos, inteligencia y moralidad. Cada existencia
es así un paso adelante en la vía del progreso.3
3. Véase la nota del Cap. I, n. º3.