LA JUSTICIA DIVINA SEGÚN EL ESPIRITISMO
CONTIENE: El examen comparado de las doctrinas sobre el tránsito de la vida corporal a la vida espiritual, las penas y las recompensas futuras,los ángeles y los demonios, las penas eternas, etc., seguido de numerosos ejemplos sobre la situación real del alma durante y después de la muerte.
Capítulo 2
Temor a la
muerte
Causas del
temor a la muerte
1. El hombre,
a cualquier grado de la escala a que pertenezca, desde el estado salvaje, tiene
el sentimiento innato del porvenir. Su intuición le dice que la muerte no es la
última palabra de la existencia, y que aquellos cuya memoria recordamos no son
perdidos para siempre. La creencia en el porvenir es intuitiva y muchísimo más
generalizada que la del nihilismo. ¿A qué se debe, pues, que entre aquellos que
creen en la inmortalidad del alma se encuentra todavía tanto apego a las cosas
de la materia y tanto temor a la muerte?
2. El temor a
la muerte es un efecto de la sabiduría de la Providencia y una consecuencia del
instinto de conservación, común a todos los seres vivientes. Es necesario,
mientras, que el hombre no esté bastante enterado de las condiciones de la vida
futura, como contrapeso a la propensión que, sin este freno, le induciría a
dejar prematuramente la vida terrestre y descuidar el trabajo que debe servir
para su adelanto.
Por eso, para
los pueblos primitivos el porvenir sólo es una vaga intuición. Más tarde, una sencilla
esperanza, y después, una certeza, pero todavía neutralizada por un secreto
apego a la vida corporal.
3. A medida que
el hombre comprende mejor la vida futura, el temor a la muerte disminuye. Pero
al mismo tiempo comprende mejor su misión en la Tierra, y espera su fin con más
calma, resignación y sin temor. La certeza de la vida futura da otro curso a
sus ideas, otro objeto a sus trabajos. Antes de tener certeza, sólo trabaja para
la vida actual. Con esta certidumbre, trabaja en vista del porvenir sin descuidar
el presente, porque sabe que su porvenir depende de la dirección más o menos
buena que da al presente. La seguridad de volver a encontrar a sus amigos
después de la muerte, de continuar las relaciones que tuvo en la Tierra, de no
perder el fruto de ningún trabajo, de aumentar sin cesar en inteligencia y en
perfección, le da la paciencia de esperar y el valor para soportar las fatigas momentáneas
de la vida terrestre. La solidaridad que ve establecerse entre los difuntos y
los vivientes, le hace comprender la que debe existir entre los vivos. La fraternidad
tiene desde entonces su razón de ser y la caridad un objeto en el presente y en
el porvenir.
4. Para
liberarse del temor a la muerte, hay que contemplar a ésta desde el verdadero
punto de vista, es decir, haber penetrado, con el pensamiento, en el mundo
espiritual y haberse formado del porvenir una idea lo más exacta posible, lo
que manifiesta en el espíritu encarnado cierto desarrollo y cierta aptitud para
desembarazarse de la materia. Para aquellos que no están lo suficientemente
adelantados, la vida material es preferible a la vida espiritual.
El hombre,
interesándose por lo exterior, no ve la vida más que en el cuerpo, mientras que
la vida real está en el alma. Estando el cuerpo privado de vida, cree que todo
está perdido, y se desespera. Si en lugar de concentrar su pensamiento sobre el
vestido exterior lo fijase en el origen de la vida, en el alma, que es el ser
real que sobrevive a todo, se dolería menos de su cuerpo, origen de tantas
miserias y dolores. Pero para esto se necesita una fuerza que el espíritu sólo
adquiere con la madurez.
El temor a la
muerte procede, pues, de la insuficiencia de las nociones de la vida futura,
pero manifiesta la necesidad de vivir, y el miedo de que la destrucción del
cuerpo sea el fin de todo está provocado por el secreto deseo de la
supervivencia del alma, todavía semioculta por la incertidumbre.
El temor se
debilita a medida que la certeza se forma, y desaparece cuando la certidumbre
es completa.
He aquí el lado
providencial de la cuestión. Era prudente no deslumbrar al hombre cuya razón no
era todavía lo bastante fuerte para soportar la perspectiva, demasiado positiva
y seductora, de un porvenir que le habría hecho descuidar el presente,
necesario a su adelantamiento material e intelectual.
5. Este estado de
cosas es mantenido y continuado por causas puramente humanas, que desaparecerán
con el progreso. La primera es el aspecto bajo el cual está representada la
vida futura, aspecto que bastaría a inteligencias poco adelantadas, pero que no
puede satisfacer las exigencias de la razón de hombres que reflexionan. Luego,
refieren estos, si se nos presentan como verdades absolutas principios contradictorios
por la lógica y los datos positivos de la ciencia, es que no son tales
verdades. De aquí, en algunos, la incredulidad, y en muchos, una creencia
mezclada con la duda. La vida futura es para ellos una idea vaga, una probabilidad
más que una certidumbre absoluta. Creen en ella, quisieran que así fuese, pero
a pesar suyo dicen: “Sin embargo, ¿y si no fuese así? El presente es positivo,
ocupémonos de él por de pronto, el porvenir vendrá por añadidura.”
Y después, dicen:
“¿Qué es en definitiva el alma? ¿Es un punto, un átomo, una chispa, una llama?
¿Cómo siente, cómo ve, cómo percibe?” El alma no es para ellos una realidad
efectiva, sino una abstracción. Los seres que les son amados, reducidos al
estado de átomos en su pensamiento, están, por decirlo así, perdidos para
ellos, y no tienen ya a sus ojos las cualidades que los hacían amar. No
comprenden ni el amor de una chispa, ni el que se puede tener por ella, y están
medianamente satisfechos de ser transformados en nómadas. De aquí el regreso al
positivismo de la vida terrestre, que tiene algo de más sustancial. El número
de los que están dominados por estos pensamientos es considerable.
6. Otra razón
que une a los asuntos de la materia a los que creen más firmemente en la vida futura
es la impresión que conservan de la enseñanza que se les dio en la niñez.
El cuadro que de
ella hace la religión no es, hay que convenir en ello, ni muy seductor, ni muy
consolador. Por un lado se ven las contorsiones de los condenados, que expían en
los tormentos y llamas sin fin sus errores de un momento, para quienes los
siglos suceden a los siglos sin esperanza de alivio ni de piedad. Y lo que es
todavía más despiadado para ellos, el arrepentimiento es ineficaz.
Por otro lado,
las almas lánguidas y atormentadas en el purgatorio esperan su libertad del buen
querer de los vivos que rueguen o hagan rogar por ellas y no de sus esfuerzos
para progresar.
Estas dos
categorías componen la inmensa mayoría de la población del otro mundo. Por
encima se mece la muy reducida de los elegidos, gozando, durante la eternidad,
de una beatitud contemplativa.
Esta eterna
inutilidad, preferible sin duda al no ser, no deja de ser, sin embargo, una
fastidiosa monotonía. Así se ven, en las pinturas que representan los bienaventurados,
figuras angelicales, pero que más manifiestan hastío que verdadera dicha.
Este estado no
satisface ni las aspiraciones, ni la idea instintiva del progreso que sólo
parece ser compatible con la felicidad absoluta. Cuesta esfuerzo concebir que
el salvaje ignorante, con inteligencia obtusa, por la sola razón de que fue
bautizado, esté al nivel de aquel que llegó al más alto grado de la ciencia y
de la moralidad práctica, después de largos años de trabajo. Es todavía más
inconcebible que un niño muerto en muy tierna edad, antes de tener la
conciencia de sí mismo y de sus actos, goce de iguales privilegios, por el solo
hecho de una ceremonia en la que su voluntad no tiene participación alguna.
Estos pensamientos no dejan de conmover a los más fervientes, por poco que
reflexionen.
7. El trabajo
progresivo que se hace sobre la Tierra, no siendo tomado en cuenta para la dicha
futura; la facilidad con que cree adquirir esa dicha mediante algunas prácticas
exteriores; la posibilidad también de comprarla con dinero, sin reformar
seriamente el carácter y las costumbres, dejan a los goces mundanos todo su
valor. Más de un creyente manifiesta en su fuero interno que, puesto que su
porvenir está garantizado con el cumplimiento de ciertas fórmulas, o por
legados póstumos que de nada le privan, sería superfluo imponerse sacrificios a
una privación cualquiera en provecho de otro, desde el momento en que podemos
salvarnos trabajando cada uno para sí.
Seguramente no
piensan así todos, porque hay grandes y honrosas excepciones. Pero hay que
convenir en que aquél es el pensamiento del mayor número, sobre todo de las
masas poco instruidas, y que la idea que se tiene de las condiciones para ser
feliz en el otro mundo desarrolla el apego a los bienes de éste, cuyo resultado
es el egoísmo.
8. Añadamos a lo
citado que todo, en las costumbres, contribuye a mantener la afición a la vida
terrestre y temer el tránsito de la tierra al cielo. La muerte sólo está
rodeada de ceremonias lúgubres que más bien horrorizan sin que promuevan la
esperanza.
Si se representa
la muerte es siempre bajo un aspecto lúgubre, nunca como un sueño de transición.
Todos esos emblemas representan la destrucción del cuerpo, lo muestran horrible
y descarnado, ninguno simboliza el alma desprendiéndose radiante de sus lazos
terrenales. La salida para ese mundo más feliz únicamente está acompañada de
las lamentaciones de los sobrevivientes, como si les sobreviniese la mayor
desgracia a los que se van. Se les da un eterno adiós, como si nunca se les
hubiera de volver a ver. Lo que se siente por ellos son los goces de la tierra,
como si no debieran encontrar otros mayores. ¡Qué desgracia, se comenta, morir
cuando se es joven, rico, feliz y se tiene ante sí un brillante porvenir!
La idea de una
situación más dichosa apenas se ofrece al pensamiento, porque no tiene en él raíces.
Todo concurre, pues, a inspirar el espanto de la muerte en lugar de originar la
esperanza. El hombre tardará mucho tiempo, sin duda, en deshacerse de las preocupaciones.
Pero lo logrará a medida que su fe se consolide, y se forme una idea sana de la
vida espiritual.
9. La creencia
vulgar coloca, además, a las almas en regiones apenas accesibles al pensamiento,
en las que vienen a ser, en cierto modo, extrañas para los sobrevivientes: la
iglesia misma pone entre ellas y estos últimos una barrera insuperable. Declara
rotas todas las relaciones, e imposible toda comunicación. Si están en el
infierno, no hay esperanza de poder volver a verlas, a no ser que uno mismo vaya.
Si están entre los elegidos, la beatitud contemplativa las absorbe eternamente.
Todo esto
establece entre los muertos y los vivos tal distancia, que se considera la separación
como eterna. Por esto se prefiere tener cerca de sí, sufriendo en la Tierra,
los seres a quienes se ama, a verlos partir, aunque sea para el cielo. Además,
el alma que está en el cielo, ¿es realmente feliz al ver, por ejemplo, a su
hijo, su padre, su madre o sus amigos, arder eternamente?
POR QUÉ LOS ESPÍRITAS NO
TEMEN A LA MUERTE
10. La Doctrina Espiritista
varía completamente el modo de mirar el porvenir. La vida futura no es ya una
hipótesis y sí una realidad. El estado de las almas después de la muerte no es
ya un sistema, sino un resultado de la observación. El velo se ha descorrido,
el mundo espiritual se nos manifiesta en toda su realidad práctica. No son los
hombres los que lo han descubierto por el esfuerzo de una imaginación
ingeniosa, sino los habitantes mismos de esos mundos que vienen a descubrirnos
su situación. Los vemos allí en todos los grados de la escala espiritual, en
todas las fases de la dicha y de la desgracia. Presenciamos todas las
peripecias de la vida de ultratumba. Ésta es para los Espiritistas la causa de
la serenidad con que miran la muerte, y de la calma de sus últimos instantes
sobre la Tierra. Lo que les sostiene no es solamente la esperanza, sino la
certidumbre. Saben que la vida futura no es más que la continuación de la vida
presente en mejores condiciones, y la esperan con la misma confianza con que
esperan la salida del sol después de una noche tempestuosa. Los movimientos de
esta confianza están en los hechos de los que son testigos, y en la
concordancia de estos con la lógica, la justicia y la bondad de Dios, y las
aspiraciones íntimas del hombre.
Para los
espíritus el alma no es ya una abstracción. Tiene un cuerpo etéreo que hace de
ella un ser definido, que el pensamiento abarca y comprende. Esto es ya mucho
para fijar las ideas sobre su individualidad, sus aptitudes y sus percepciones.
El recuerdo de aquellos seres queridos descansa sobre algo real y positivo. No
nos los representamos ya como llamas fugitivas que nada recuerdan al
pensamiento, sino bajo una forma concreta que nos los manifiesta mejor como
seres vivos. Además, en lugar de estar perdidos en las profundidades del
espacio, están a nuestro alrededor. El mundo corporal y el mundo espiritual
están en perpetuas relaciones, y se asisten mutuamente. No cabiendo ya duda
sobre el porvenir, el temor a la muerte no tiene razón de ser. Se la ve venir
con serenidad, como a una libertadora, como la puerta de la vida y no como la
de la nada.
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